Eres otoño y no lo sabes. Lo veo en cada gesto que haces, en
cada movimiento, en cada palabra que dices y tú ni te lo imaginas. Y yo no sé
explicarlo pero lo veo tan claro, tanto que empieza a gustarme el otoño.
No llegas de repente aunque sí eres rápida. Si no estoy
atento, si me despisto, es posible que me pierda algo. Te escondes, intentas
camuflarte para pasar desapercibida entre el calor y el frío pero eso es
imposible. Eres algo que no se pueda ignorar, como el olor a castañas recién
hechas. Huyes del calor y desapareces cuando el frío ya ha llegado pero, si
presto algo de atención, descubro que encuentras ese momento que solo a ti te
pertenece. Un intervalo, ni demasiado frío, ni demasiado calor. Así eres y por
ese me encanta tenerte cerca.
Tienes ese falso reflejo de melancolía, ese por el que todos
piensan que eres más aburrida que otras. Que equivocados están. Toda esa
aparente tristeza, toda esa falsa fachada que ve todo el mundo, se queda en
nada cuando sonríes. Verte sonreír es como jugar con las hojas caídas de los árboles
y eso... eso no puede ser otra cosa que no sea felicidad.
Incluso en tus días malos me sorprendes, como una lluvia
imprevista. Me dejas calado hasta los huesos, me zarandeas con tus peores
vientos, me muestras tu cielo más gris y de repente, tras la tempestad llega la
calma, se cuela un rayo de sol y formas un increíble arcoíris.
Por eso empieza a gustarme el otoño. Porque te mueves como
una hoja que se acaba de soltar del árbol, como mecida por el viento. Porque
tienes más alegría que la tristeza que te caracteriza. Porque donde todos ven
marrón yo veo toda una paleta de colores. Por todas estas cosas me gusta pero,
por encima de todo, porque eres otoño y no lo sabes.
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