Silencio. El joven hacía rodar la silla en la que iba
rodeado de un completo y absoluto silencio. Aquel sitio lo ponía de los
nervios. Un sitio tan grande y tan vacío. Los que iban allí solo tenían dos
razones, morir o visitar a alguien que estaba a punto de hacerlo.
Llegó a una sala, con grandes ventanales, donde se podía ver
toda la ciudad. Más bien lo que quedaba de ella. Era de noche pero la luna
tampoco se dignó a aparecer esa vez. El joven pensó que no veía la luna desde
hacía uno o dos años. No entendía bien la causa pero al parecer la culpa era
por la rotación de la tierra.
—Todo es culpa de la jodida rotación.
—Esa boca chico, un joven no debería decir palabras tan
feas.
El joven, sobresaltado, miró detrás de él. En uno de los
asientos de la sala había un señor observándolo mientras fumaba.
—Un viejo como tú no debería fumar—le reprochó el joven.
—Además está prohibido— señaló un cartel justo al lado del viejo.
—No creo que nadie venga a decirme nada a estas alturas.
— ¿Estás aquí para morir?
—No vine por esa razón pero no me importaría que lo fuera,
ya he vivido lo mío—contestó el señor apagando su cigarro. — Esperaba ver el
amanecer, la esperanza de un nuevo día, pero parece que esta noche eterna no
quiere acabar.
—Tiene gracia yo esperaba llegar y ver que el mundo por fin
se había terminado—expresó el joven con una seca sonrisa.
El señor lo miró sorprendido.
—Palabras muy duras para alguien tan joven ¿Qué tendrás?
¿Once años?
—Trece y ya son más de los que el mundo pensaba que iba a
poder disfrutar antes de que todo terminara.
—Trece años... y hablas como si hubieses vivido diez más que
yo—admitió el hombre con tristeza.—Desde luego el mundo se ha echado a perder
si un joven como tú ha perdido tan pronto la esperanza.
—No es que la perdiera, es que nunca la he tenido—replicó el
joven mientras se levantaba de la silla de ruedas.
El hombre lo miró con evidente sorpresa.
—No, no soy paralítico—le dijo al ver su cara de asombro.
—Dime ¿Por qué estás aquí?
—Mi padre ha muerto y no quería estar allí ahora—dijo el
joven sin ninguna emoción.
—Lo siento.
—No lo sientas, pronto lo estaremos todos.
El hombre lo miró un momento y de repente comenzó a reírse a
carcajadas.
— ¿He dicho algo gracioso?—preguntó el joven sorprendido por
esa reacción.
—No muchacho, es que ahora le veo la gracia. Yo un viejo,
que no le queda nada en la vida, vine aquí esperando encontrar algo de
esperanza y tú, un joven con toda la vida por delante, viniste aquí sin ninguna
esperanza, cuando lo normal sería al revés.
—Lo normal...Nada es normal. Las noches duran días y los
días semanas. Las ciudades caen. La electrónica dejó de funcionar. Los árboles
y los alimentos se pudren, los animales y los humanos morimos. El mundo se está
parando y nuestras vidas con él.
El hombre se levantó y le dijo al joven.
—Ojalá pudiera regalarte esperanza, muchacho.
El hombre se fue. El cielo comenzó a
clarear. Pasaron horas y el joven observó, por fin, como el sol asomaba, muy lento, por
el horizonte. Suspiró.
—No hay esperanza cuando el mundo se acaba—se dijo dándole
la espalda al nuevo día.
Y el joven se fue de allí y volvió al silencio. El silencio
de un mundo muerto.